10.1.09

El año de las petunias

Libro del Sabio Errante [43, 11-17]

El caminante hizo caso omiso
de las indicaciones que su ley le había dado
y terminó revuelto en la senda de las once varas.




Hoy Luca ha salido del trabajo una hora antes. Su jefe, Al, es uno de esos tipos con la cara machacada que han estado puteados toda la vida y que, aún así, aguantando y con mucho esfuerzo, han conseguido tener su propio negocio, en el que trata a sus empleados como le hubiera gustado que le tratasen a él y no hicieron. Un hombre bastante simpático, a pesar de los duros golpes que ha recibido, que sabe también que si es necesario Luca se queda empaquetando pedidos hasta pasada la medianoche sin ningún tipo de problema. Por ello ni siquiera quiso escuchar el motivo de que quisiera salir antes y estuvo a punto de echarle a patadas cuando el chico insistió en hacerlo:

—Si algún día necesitas venir más tarde, o irte de aquí antes, lo haces y punto —le dijo una de las veces que salió de la tienda a las dos de la madrugada —. No me des explicaciones, conmigo no te hacen falta.


Luca no abusa en absoluto de esto, y si lo hiciera, Al le despediría con toda seguridad, porque podría ser un tío simpático, pero no un gilipollas cualquiera. Es más, el chico, que lleva trabajando allí tres años sólo lo ha hecho, con ésta, tres veces. El día era siempre el mismo, y una hora era el tiempo preciso para llegar a casa antes de que lo hiciera Laia, su novia desde hacía seis años, y sorprenderla con un ramo de flores. La razón: era su aniversario, y aunque a él no le importase demasiado, sabía que para ella significaba algo, por eso cada año le esperaba tras la puerta con unas flores diferentes. Las de este año serían petunias.



La tarde es agradable, hace sol y Luca se oxigena los pulmones con ese aire primaveral que aparece justo después de haber llovido. Camina con pasos cortos pero rápidos, las manos en los bolsillos y la cabeza alta, mirando al frente mientras piensa en que quizás todo eso del aniversario no le disguste tanto como parece. Había estado preocupándose varios días por planear esto bien, visitando la floristería para encontrar un aroma que le inspirase. Realmente puede parecer una tontería, pero… ¡qué coño! Está enamorado y eso es bonito, ¿no?

Tuerce la primera esquina, ve a una pareja besándose y se sonríe. Una imagen vale más que mil palabras.

Continúa caminando calle arriba concentrando su pensamiento en los ojos de Laia, grandes, de un marrón tan oscuro que a veces parece que sólo existe una gran pupila que te observa bajo esa mirada inocente que esconde realmente un carácter de acero inoxidable. Y así recuerda la primera vez que la besó, en una fiesta en la casa de un amigo común, después de haber estado unos cuantos meses tras ella. Antes de eso nunca hubiera imaginado que un chico como él pudiese estar con una chica así, pero insistió e insistió y finalmente, el día que menos lo esperaba, ocurrió. Y valió la pena. Luca se siente un hombre afortunado, desde ese día lo ve todo con más optimismo y aunque se haya acostumbrado en gran parte a ser así, aún recuerda los días de desilusión por todo lo que le rodeaba.



Todavía le quedan por recorrer un par de calles más para llegar a la floristería, comprar las petunias y después esperar al maldito autobús que nunca llega a su hora y siempre le hace ir con el reloj bien pegado al culo. Todo sería más sencillo si hubiera una línea directa del metro que conectase esa calle con la suya, pero eso sería pedir demasiado, y si cogiese el metro tendría que andar el doble. Así que, desgraciadamente, dependía de ese autobús que, mirándolo por el lado positivo, al menos le dejaba a pocos metros de su portal.

Esperar nunca ha sido el fuerte de Luca, y mucho menos cuando la espera no depende de él. Es una de las cosas que más odia, y eso que le toca hacerlo con frecuencia. Y más aún cuando empezó a salir con Laia, eso si que era para volarse la cabeza… tardaba más en arreglarse para salir que lo que era salir. El chico al final tuvo que resignarse y tomárselo con humor, pero ella se daba cuenta y ha ido acortando poco a poco ese tiempo hasta reducirlo a menos de la mitad: todo un logro para una mujer así. Pero lo del autobús, el autobús es un caso a parte, porque luego estaba la más que posible situación de que el vehículo fuese lleno, con toda esa gente apelotonada intentando no mirarse… en fin, Luca echa un vistazo a su reloj, procurando dejar ese tema para después.

Todo está dentro de lo planeado, levanta la mirada y ve la floristería al otro lado de la calle. Mientras espera que el semáforo le de paso piensa en que podría hacer este mismo recorrido con los ojos cerrados… a decir verdad, podría recorrer varios lugares con los ojos cerrados… es más, piensa en todas aquellas cosas que conoce tan bien que podría hacer con los ojos cerrados…

El semáforo se pone en verde y deja de darle vueltas al tema; cruza y entra directamente en la floristería. No hay casi gente, sólo dos personas van delante de él. La señora Olivia, una anciana bajita de carácter alegre, casi ciega pero con un olfato del mejor de los sabuesos, que odia que la llamen señora y es dueña de la tienda, se encuentra oculta tras una cesta de flores variadas que prepara cuidadosamente siguiendo las instrucciones que le da una clienta que tiene enfrente, una mujer cincuentona, algo estirada y que lleva puesto un abrigo de piel de mono. A escasos metros, un hombre con barba y chaqueta a cuadros espera con los brazos en cruz invertida, silbando una versión muy personalizada del Concierto para Piano y Orquesta Número Doscientostreintaycuatro comatrés de Amadeo Mozzartella, al tiempo que da vueltas observando los tipos de plantas que hay en la tienda con gran interés. De repente la puerta de la trastienda, que está frente a ellos, se abre y aparece la nieta de Olivia con unas pequeñas bolsas de arena que deja sobre el mostrador para ese hombre.

Eso si que era una ingrata sorpresa: le iba a tocar que le atendiese aquella estúpida. Y es que Yasmin, que así se llama la niña, es uno de estos ejemplares de adolescente cuya máxima preocupación es que sus pantalones, de una talla nunca menor a la treinaydós, vayan a juego con los pendientes. Tan guapa como inútil, sus padres la habrían obligado a estar allí por no tener que aguantarla o para que supiese lo que era trabajar, y ella sólo esperaba el momento de salir de allí para juntarse con su pandilla para charlar, fumar de pipa y escuchar merluza rebozada.

Luca le pide a la joven un ramo de petunias. Ésta, como no sabe lo que son, pregunta a su abuela que se lo indica sonriente. Yasmin, totalmente desganada, coge unas pocas y comienza a hacer el ramo colocándole un plástico azul y un lazo alrededor. Para sorpresa de Luca, parece hacerlo bien pese a la apatía.

En el momento de cobrar, la chica tampoco tiene idea y vuelve a preguntar a Olivia. Yasmine repite el precio a Luca, que saca la cartera, entrega el dinero y sale de la tienda mirando su reloj. Perfecto, le queda media hora.

Camina hacia la parada del autobús paladeando el olor de aquellas flores, pensando al tiempo en la nieta de Olivia; qué le importa cómo sea ahora, ya tendrá tiempo de cambiar, y si no lo hace peor para ella.

A algunos metros de distancia, ve como su autobús llega a la parada y acelera el paso. Al llegar al primer cruce choca con algo duro y metálico que se le clava en el estómago. Las flores caen al suelo. La bicicleta que acaba de atropellar, también. Sus ocupantes, dos chavales, se levantan rápidamente y comienzan a insultar a Luca por lo que ha hecho. Ni siquiera le ha dado tiempo a disculparse cuando recibe el segundo puñetazo. Nota como le sangra la nariz. Un golpe en las costillas le hace caer al suelo. Debería hacer algo para defenderse pero el desconcierto y el dolor le vencen. Apenas nota ya el malestar cuando cree escuchar la voz de uno de los chicos diciéndole al otro que se vayan.

Y ahí se queda, tirado en el suelo. Lo único que siente ahora es el olor de las flores esparcidas y pisoteadas…



…ya nunca más habrá petunias…