Cuatro meses, dos semanas, cinco días. Aún era
pronto para contar las horas, pero ese era el tiempo que llevaba sin poder
escribir una sola línea, ni una bendita palabra con algún sentido. Ni de la
nada era capaz de aprovecharse esta vez, por eso hizo lo segundo que mejor
sabía hacer: emborracharse.
El reloj de la cafetería marcaba las once y
media cuando Enri entró en ella, mal afeitado, con un cigarro a medias y dos
relojes en la misma muñeca. Varias personas se quedaron mirándole, pero no le
incomodó. Anduvo hasta la barra y se sentó en un taburete:
–¿Me das un vaso de agua? –le dijo a la
camarera.
–No servimos agua. Pida otra cosa.
–Un poquito de compasión. Me he mordido la
lengua.
La camarera no contestó. Enrique sacó de su
bolsillo algunas monedas y calculó su valor en voz alta:
–Cinco..., quince..., vein... no,
diecisiete..., treinta y siete..., cuarenta y dos. Cuarenta y dos céntimos.
¡Señorita! – exclamó finalmente levantando la cabeza.
La camarera, que se había ido de allí aunque
permanecía atenta a cualquiera de sus movimientos, se acercó:
–¿Qué?
–¿Qué puedo beber por cuarenta y dos céntimos?
– preguntó acercándole las monedas.
–Nada.
–¿Nada? ¿De verdad? ¿Cuánto cuesta una
cerveza?
–La jarra dos, la caña uno diez. Tercio uno
ochenta, botellín, uno.
–¿Y si me pido casi media caña? Eso puedo
pagarlo.
–No diga tonterías.
–No son tonterías. Yo lo veo justo.
–Oiga, si ha venido a incordiar le sugiero que
se marche.
–No, no, no... ¿y un vaso de agua por cuarenta
y dos céntimos? En otros sitios lo dan gratis.
–Mire: guárdese su dinero, estese calladito,
le pongo el vaso de agua, se lo bebe y se larga de aquí. ¿Entendido?
–Entendido, señorita.
La chica le sirvió el agua. Enri se quedó
observando el interior del vaso como si fuese la primera vez que veía algo así:
–¿Me puedo sentar en esa mesa de ahí? La que
está vacía.
–Haga lo que quiera, pero deje de hacerme
perder el tiempo.
–Gracias.
Enri se sentó en una mesa que daba a la pared,
con su vaso de agua y el cigarro a punto de consumirse. Sacó otro de su
chaqueta y lo encendió sin deshacerse del antiguo. Giró la cabeza y vio, a dos
mesas de distancia, a dos chicos jóvenes. Comenzó a mirarlos detenidamente,
hasta que se incorporó en su silla:
–Yo las torres Tokio las pondría en japonés –
intentó decirles de repente.
–¿Qué? –preguntó uno de ellos.
–Las Torres Tokio, en japonés. ¿Qué os parece?
Los chicos se miraron sin saber qué responder,
por lo que Enri fue directo al grano:
–¿Me das un trago de tu cerveza?
–Hombre, pues no.
–Ya, te entiendo.
Los chicos continuaron su conversación. Un
hombre anciano de aspecto saludable entró en la cafetería en ese momento y se
sentó en un taburete, frente a la barra, a la altura de Enri:
–Henry Miller, Henry Miller,... ¿es él verdad? –le
preguntó al ver el libro que tenía en sus manos. El anciano se limitó a
resoplar y seguir leyendo –: Un tipo interesante, me hubiera gustado conocerle.
Yo soy escritor, ¿sabe? – concluyó esperando algún tipo de comentario. Apuró el
vaso de agua y se acercó a la mesa de los dos jóvenes –. Un café con leche, un mechero, un paquete de
tabaco,… -decía señalando cada uno de los objetos –… os faltan detalles…
–Por favor: no moleste –le ordenó la camarera
desde el otro lado de la barra.
–No estoy molestando –contestó acercándose a
ella –. Tengo derecho a hablar.
–¿Se ha bebido el vaso de agua ya?
–Sí.
–Pues váyase.
–Bien, señorita. Me voy.
Salió de la cafetería y se quedó parado,
dándole la espalda a la puerta, pensativo. Miró a su izquierda, a su derecha.
Gente yendo y viniendo. Al final se decidió, frente a él había una pequeña
plaza. Cruzó la calle y se sentó en un banco. Allí fue donde se preguntó dónde
había dejado su cigarro. Buscó otra vez en su chaqueta. El paquete estaba
vacío:
–¿Tienes un cigarrillo? –preguntó a la primera
persona que pasó a su lado; una señora paseando a un perro diminuto, que le
ignoró, al igual que la mujer. Miró entonces a su alrededor, al suelo; había
varias colillas, algunas aún se podrían aprovechar. Hizo el amago de coger una
pero lo pensó mejor... eso le daría ganas de fumar más y no iba a estar fumando
el suelo de media ciudad. Se mantuvo allí sentado un rato, meditando. Poco
después un chico negro se puso a su lado y sacó de su bolsillo un paquete de
tabaco:
–¿Me das uno, hermano? –preguntó Enri.
–Sí –contestó tendiéndole el paquete.
–Gracias. ¿Esperas a alguien?
–Si, a mi novia.
–Las mujeres siempre llegan tarde. Es ley de
vida. Lo sé, soy escritor.
–¿Sí?
–Sí
–¿Cómo se llama?
–Enri Moliner.
–No me suena.
–No te culpo. Llevo bastante sin hacer nada. Y
no me gusta. No es agradable.
–¿Y qué hace mientras tanto?
–Buscar páginas en blanco.
De repente, el negro se levantó sonriendo y
caminó hacia una chica rubia que le sonreía, la cogió de la mano y después miró
a Enri:
–Espero que tenga suerte. Hasta otra.
–¿Quién era ese? –preguntó la chica.
–Un escritor.
–No lo parece.
–Yo creo que sí.
Mientras, en el banco, Enri terminaba el
cigarro pensando en el tiempo que llevaba sin dormir; no lo recordaba. Vomitó
allí mismo, manchándose la camiseta, y al instante quedó dormido.
Al despertar, lo primero que hizo fue mirar
sus relojes: eran las dos y las dos menos cinco. Se levantó rápidamente y entró
en el metro. No pudo sentarse; apoyó su cabeza en una de las barras. Dos
paradas más tarde no aguantó más y decidió continuar el camino andando.
Subido en el ascensor apretó el botón del
quinto y mientras s miraba en el espejo se dio cuenta de que se estaba meando.
Salió rápidamente del ascensor al llegar al piso, abrió la puerta torpemente
con la llave y corrió hacia el retrete. Luego, más relajado, fue a la cocina,
abrió una cerveza y comió algo.
A las seis despertó sobre la encimera,
sentado. Fue al baño y se duchó. Después se puso ropa limpia y bajó a comprar
cerveza para quedarse viendo la tele hasta las diez. Al terminar lo recogió
todo, se dio un baño y volvió a cambiarse de ropa para salir de nuevo a la
calle. Hizo escala en varios bares hasta llegar a su preferido, en el que nunca
sabía qué hora era. Se sentó en uno de los taburetes frente a la barra, junto a
una mujer que no hacía más que mirarle:
–¿Qué va a ser, amigo? –preguntó el camarero.
–Una cerveza –contestó al tiempo que giraba la
cabeza sintiendo la mirada de la mujer que estaba sentada a su lado.
–Hola –saludó.
–Hola –dijo él.
–¿Me invitas a una cerveza?
–Sí. ¿Por qué no? ¡Camarero! Otra cerveza.
–Muchísimas gracias. ¿Puedo saber tu nombre?
–Enri.
–Yo soy Ana.
–Ana… graciosa. ¿A qué te dedicas?
–Estoy en el paro, ¿y tú?
–Lo mismo: soy escritor.
–¿Lo mismo...? según se mire. ¿Has escrito
algo que yo haya podido leer?
–No.
–¿Estás casado?
–Sí.
–Vaya, yo también. ¿Quieres venir a mi casa?
Tengo cerveza y… bueno… en realidad ahora es lo único que tengo.
–Hace tiempo que dejé de ir a los bares en
busca de mujeres.
–¿Eso quiere decir que si?
–Por supuesto.
Pocas horas después, Enri despertó junto a Ana
en su habitación y salió de allí sin que ella se inmutase.
Sasa, la mujer del escritor, estaba en la cama
despierta cuando Enri entró en la habitación intentando hacer el menor ruido
posible y se tumbó a su lado sin desvestirse:
–¿Qué tal la firma de libros de anoche? Parece
que la fiesta se alargó.
–Un auténtico coñazo, como siempre. Hiciste
muy bien en no venir.¿Y tú? ¿Qué tal el día?
–Ayer volvió a venir. Lo sé, lo deja todo
mucho más ordenado de lo que está. No deberías dejarle una llave.
–Ya lo hemos hablado demasiadas veces. Es mi
hermano, no tiene nada. No hace mal a nadie.
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