11.4.11

Los pendientes de plata

Al regresar a casa la encontró muda sentada en el sofá, con los ojos sumergidos en lágrimas y la mitad del maquillaje recorriendo su cara emborronándola; la otra mitad, en sus manos, restregada por una camisa que después de esto no podría volver a ser blanca. La chica ni siquiera apartó la mirada del suelo al oírle entrar. Él tampoco dijo nada, a pesar de encontrar el salón como si media jungla hubiese sido invitada a almorzar por allí. Dejó la chaqueta sobre la única silla que quedaba libre y se sentó junto a ella en el sofá mirando al frente.

–¿Sabes qué hora es? –dijo ella poco después, aún con la cabeza gacha.
–Sí, las doce treienta y tres –contestó mirando su reloj de pulsera.
–Las doce treinta y tres. Puedo sentir cada segundo en mi cabeza, ¿sabes? Te he escuchado levantarte, destapándome y arropándome después, como siempre. Me he vuelto a dormir. He apagado el despertador las seis veces de costumbre. Me he duchado y me he puesto esta estúpida camisa blanca. El café ya estaba frío y he preparado otro. Después fueron estos pantalones y las botas que compré el invierno pasado. Me he maquillado sin prisa pensando que hacía un buen trabajo. Tenía tres horas por delante, la primera vez que me sobra tanto tiempo… te habrías sentido orgulloso de mí. Sólo quedaba colgarme los pendientes, enfundarme la chaqueta y salir a la calle… pero tres horas suelen dar para mucho más, me parecía demasiado tiempo así que encendí la televisión contenta y relajada. No estoy muy segura ahora, pero creo que en ese momento fue cuando comencé a ponerme nerviosa. Nunca pensé que la programación de la mañana pudiese superar en cantidad de mierda a la de la tarde. Por suerte para ti, y para tus partidos de baloncesto, la apagué antes de querer tirarla por el balcón… aunque pensándolo en frío, tampoco hubiese conseguido nada… esos personajillos matinales seguirían estando a no ser que alguno pasase por nuestra calle justo cuando yo lanzase el maldito trasto, cosa que veía improbable a menos que se duplicara semejante ser… Bueno, como iba diciendo: la apagué. La apagué y puse un disco de Pep Morrison para intentar regresar al estado de tranquilidad del que no tenía que haberme ido. Y casi lo consigo… a ritmo de “Jinetes en la tormenta” fui a la habitación y abrí el cajón donde guardo mis pendientes, pero… y aquí llega el punto chungo… mis pendientes no estaban. Miré en el resto de los cajones, bajo la cama y hasta en el cajón de tus calzoncillos. Tranquila y pausada miré por la cocina, detrás del microondas y en el cesto de la ropa sucia. En el cuarto de baño, en la taza del váter. En el salón, no hace falta que lo describa. Hasta en la puta bolsa de la aspiradora. Lo único que me queda es levantar el suelo… no encontré el cortafríos.
–Nena, son sólo un par de pendientes… si no han salido de casa por sus propios pies, aparecerán.
–No, no son  sólo un par de pendientes… son mis pendientes de plata. No puedo salir a la calle sin ellos.
–No seas así. Piénsalo… antes de tener esos pendientes podías salir a la calle igual.
–No. Todo me salía mal. Los necesito.
–¿Y si no vuelven a aparecer? ¿Te quedarás aquí, encerrada, para siempre?
–Si. Y ni se te ocurra comprar otros para engañarme. Puedo oler tus intenciones y te aseguro que no funcionará. Los conozco bien, muy bien.
–Pero, Nena. No te das cuenta que no puedes depender tanto de algo para hacer las cosas.
–No es “algo”… son mis pendientes de plata. Para ti pueden ser gilipolleces, pero no todos somos iguales.
–…no me parecen gilipolleces, sólo digo que no debes dejar de seguir adelante por eso. Además, ni siquiera son de plata.
–No empieces con eso… para mí como si son de goma. Son mis pendientes de plata y punto. Y no pienso ir a esa estúpida comida sin ellos.
–Bien, vale. Pero déjame decirte algo: llevas con esos pendientes tres años, y es verdad que se me hace raro verte sin ellos. Recuerdo la gran ilusión que te hizo cuando los compraste en la Plaza Azul de…
–Oh, joder! No, no, no… como siempre, nunca te acuerdas de nada. Los pendientes me los regaló una anciana en el Portal de Alejandra, hace cinco años…
–Vale, seguro que fue así… pero a donde yo quiero llegar es a que quizás ya no los necesites y no lo sepas. Piénsalo. Cuando los has llevado, las cosas te han salido, casi siempre, y bajo tu punto de vista, más o menos como tú has querido, ¿verdad? Pero lo que no sabes es cómo te habría ido si no los hubieses tenido puestos. Es más, hasta hace cinco años habías sobrevivido sin ellos. Conclusión: yo que tú me cambiaría de camisa e iría a esa comida, sin darle más vueltas.

La chica se erigió, mirando al chico con cierta expresión de odio:

–Iré a esa estúpida comida, aunque ahora casi lo hago más por no tener que aguantarte toda la tarde dándome el coñazo. Eso sí: te prometo que como algo salga mal, te mataré.






Con la intención de acabar esta historia cuanto antes, la chica llegó al lugar del encuentro con más de una hora de antelación y sin pendientes, cuando aún no había nadie en el restaurante. Pidió en el bar un zumo amargo de cereza, encendió un cigarrillo y sacó de su bolso el libro reservado para las esperas, todavía con el marcapáginas pegado a la solapa. Ya era hora de empezarlo, pensó justo en el momento en que el camarero se acercó a ella:

–Señorita: le llaman por teléfono.
–¿A mí?
–Supongo. No hay nadie más aquí…
–Bien. ¿Dónde lo tengo?
–Allí –dijo señalando el final de la barra, donde efectivamente un teléfono blanco colgaba de la pared con el auricular descolgado sobre la madera.






–Lo sabía, te lo dije… esta vez me hubiese gustado equivocarme, de verdad –dijo nada más entrar en el piso, tirando al sofá la chaqueta, el bolso y el libro que aún no había guardado -, pero no. ¿Ves? Algo malo tenía que pasar.
–¿Malo? No creo que sea malo. Sólo te has equivocado de día, pero es mañana. Lo jodido hubiese sido que fuese ayer.
–¡Oh! No empieces a intentar sacar lo positivo de la mierda cuando he perdido una mañana entera haciendo el gilipollas por no escribirme las notas a graffiti en la pared.


La chica continuó hablando mientras entraba en el cuarto de baño. El chico, que había dejado el salón más o menos como estaba antes de la gran avalancha matutina, la escuchaba no con demasiada claridad. Se sentó en el sofá intentando prestar la máxima atención, pero no lo consiguió al ver como de entre la chaqueta, el bolso y el libro sobresalían, con la intención de huir, dos círculos plateados que se metió al bolsillo del pantalón automáticamente y sin remordimiento.

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