Al regresar a casa la encontró muda sentada en el sofá, con
los ojos sumergidos en lágrimas y la mitad del maquillaje recorriendo su cara
emborronándola; la otra mitad, en sus manos, restregada por una camisa que
después de esto no podría volver a ser blanca. La chica ni siquiera apartó la
mirada del suelo al oírle entrar. Él tampoco dijo nada, a pesar de encontrar el
salón como si media jungla hubiese sido invitada a almorzar por allí. Dejó la
chaqueta sobre la única silla que quedaba libre y se sentó junto a ella en el
sofá mirando al frente.
–¿Sabes qué hora es? –dijo ella poco después, aún con la
cabeza gacha.
–Sí, las doce treienta y tres –contestó mirando su reloj de
pulsera.
–Las doce treinta y tres. Puedo sentir cada segundo en mi
cabeza, ¿sabes? Te he escuchado levantarte, destapándome y arropándome después,
como siempre. Me he vuelto a dormir. He apagado el despertador las seis veces
de costumbre. Me he duchado y me he puesto esta estúpida camisa blanca. El café
ya estaba frío y he preparado otro. Después fueron estos pantalones y las botas
que compré el invierno pasado. Me he maquillado sin prisa pensando que hacía un
buen trabajo. Tenía tres horas por delante, la primera vez que me sobra tanto
tiempo… te habrías sentido orgulloso de mí. Sólo quedaba colgarme los
pendientes, enfundarme la chaqueta y salir a la calle… pero tres horas suelen
dar para mucho más, me parecía demasiado tiempo así que encendí la televisión
contenta y relajada. No estoy muy segura ahora, pero creo que en ese momento
fue cuando comencé a ponerme nerviosa. Nunca pensé que la programación de la
mañana pudiese superar en cantidad de mierda a la de la tarde. Por suerte para
ti, y para tus partidos de baloncesto, la apagué antes de querer tirarla por el
balcón… aunque pensándolo en frío, tampoco hubiese conseguido nada… esos
personajillos matinales seguirían estando a no ser que alguno pasase por
nuestra calle justo cuando yo lanzase el maldito trasto, cosa que veía
improbable a menos que se duplicara semejante ser… Bueno, como iba diciendo: la
apagué. La apagué y puse un disco de Pep Morrison para intentar regresar al
estado de tranquilidad del que no tenía que haberme ido. Y casi lo consigo… a
ritmo de “Jinetes en la tormenta” fui a la habitación y abrí el cajón donde
guardo mis pendientes, pero… y aquí llega el punto chungo… mis pendientes no
estaban. Miré en el resto de los cajones, bajo la cama y hasta en el cajón de
tus calzoncillos. Tranquila y pausada miré por la cocina, detrás del microondas
y en el cesto de la ropa sucia. En el cuarto de baño, en la taza del váter. En
el salón, no hace falta que lo describa. Hasta en la puta bolsa de la
aspiradora. Lo único que me queda es levantar el suelo… no encontré el
cortafríos.
–Nena, son sólo un par de pendientes… si no han salido de
casa por sus propios pies, aparecerán.
–No, no son sólo un
par de pendientes… son mis pendientes de plata. No puedo salir a la calle sin
ellos.
–No seas así. Piénsalo… antes de tener esos pendientes
podías salir a la calle igual.
–No. Todo me salía mal. Los necesito.
–¿Y si no vuelven a aparecer? ¿Te quedarás aquí, encerrada,
para siempre?
–Si. Y ni se te ocurra comprar otros para engañarme. Puedo
oler tus intenciones y te aseguro que no funcionará. Los conozco bien, muy
bien.
–Pero, Nena. No te das cuenta que no puedes depender tanto
de algo para hacer las cosas.
–No es “algo”… son mis pendientes de plata. Para ti pueden
ser gilipolleces, pero no todos somos iguales.
–…no me parecen gilipolleces, sólo digo que no debes dejar
de seguir adelante por eso. Además, ni siquiera son de plata.
–No empieces con eso… para mí como si son de goma. Son mis
pendientes de plata y punto. Y no pienso ir a esa estúpida comida sin ellos.
–Bien, vale. Pero déjame decirte algo: llevas con esos
pendientes tres años, y es verdad que se me hace raro verte sin ellos. Recuerdo
la gran ilusión que te hizo cuando los compraste en la Plaza Azul de…
–Oh, joder! No, no, no… como siempre, nunca te acuerdas de
nada. Los pendientes me los regaló una anciana en el Portal de Alejandra, hace
cinco años…
–Vale, seguro que fue así… pero a donde yo quiero llegar es
a que quizás ya no los necesites y no lo sepas. Piénsalo. Cuando los has
llevado, las cosas te han salido, casi siempre, y bajo tu punto de vista, más o
menos como tú has querido, ¿verdad? Pero lo que no sabes es cómo te habría ido
si no los hubieses tenido puestos. Es más, hasta hace cinco años habías
sobrevivido sin ellos. Conclusión: yo que tú me cambiaría de camisa e iría a
esa comida, sin darle más vueltas.
La chica se erigió, mirando al chico con cierta expresión de
odio:
–Iré a esa estúpida comida, aunque ahora casi lo hago más
por no tener que aguantarte toda la tarde dándome el coñazo. Eso sí: te prometo
que como algo salga mal, te mataré.
Con la intención de acabar esta historia cuanto antes, la
chica llegó al lugar del encuentro con más de una hora de antelación y sin
pendientes, cuando aún no había nadie en el restaurante. Pidió en el bar un
zumo amargo de cereza, encendió un cigarrillo y sacó de su bolso el libro
reservado para las esperas, todavía con el marcapáginas pegado a la solapa. Ya
era hora de empezarlo, pensó justo en el momento en que el camarero se acercó a
ella:
–Señorita: le llaman por teléfono.
–¿A mí?
–Supongo. No hay nadie más aquí…
–Bien. ¿Dónde lo tengo?
–Allí –dijo señalando el final de la barra, donde
efectivamente un teléfono blanco colgaba de la pared con el auricular
descolgado sobre la madera.
–Lo sabía, te lo dije… esta vez me hubiese gustado equivocarme,
de verdad –dijo nada más entrar en el piso, tirando al sofá la chaqueta, el
bolso y el libro que aún no había guardado -, pero no. ¿Ves? Algo malo tenía
que pasar.
–¿Malo? No creo que sea malo. Sólo te has equivocado de día,
pero es mañana. Lo jodido hubiese sido que fuese ayer.
–¡Oh! No empieces a intentar sacar lo positivo de la mierda
cuando he perdido una mañana entera haciendo el gilipollas por no escribirme
las notas a graffiti en la pared.
La chica continuó hablando mientras entraba en el cuarto de
baño. El chico, que había dejado el salón más o menos como estaba antes de la
gran avalancha matutina, la escuchaba no con demasiada claridad. Se sentó en el
sofá intentando prestar la máxima atención, pero no lo consiguió al ver como de
entre la chaqueta, el bolso y el libro sobresalían, con la intención de huir,
dos círculos plateados que se metió al bolsillo del pantalón automáticamente y
sin remordimiento.
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