Ese día tuvimos un sueño.
Plazas saturadas de cualquier color, las manos sobre las
cabezas, peinadas, despeinadas, calvas, adornadas, difusas, rapadas, todas
ellas clamando al techo justicia y libertad. La emoción se apoderaba de los
ojos de la muchacha sujetando una pancarta envenenada que hacía sangrar las
entrañas de su receptor. La melodía de la guitarra del chico de la barba
desaliñada funcionaba como conjuro, cual Flautista de Hamelin haciendo salir a
las Ratas de sus guaridas, vaciando sus bolsillos para morir después,
enterrándose vivas como castigo y asumiendo su culpa.
Y sí, ese día tuvimos un sueño.
Porque al día siguiente todo volvió a ser igual, y el que
despegaba el papel del cristal sólo quería vender alguna revista o un chicle
sin azúcar. Unos elegían verde, otros amarillo, el resto dormía con la
conciencia en modo silencio manteniendo su enlace vía tuiter. Las Ratas se
relamían riendo a carcajadas, sabían que la guillotina estaba tan oxidada que
sus cabezas no rodarían nada bien y que su propia vara de medir no terminaría
nunca incrustándose en el culo.
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