23.12.10

El maldito gafe de la duodécima avenida

Se lo habían pedido por activa, por pasiva, de rodillas y de pie, de frente, de perfil, con una pistola en la sien o mientras le practicaban sexo oral… De todas las maneras posibles, en cualquiera de sus múltiples combinaciones; y al fin, el año que Vito dejó de comprar lotería, el premio gordo, ese que roza la obesidad más mórbida y, sin embargo, ningún médico diagnostica como enfermedad, cayó de pleno en su barrio.

Todos los vecinos se sentían en deuda con él, y fueron uno por uno a agradecer el gesto que todo buen gafe debe hacer al menos una vez en su vida, que no es otro que el de no entrometerse en las ilusiones de los demás. Aquella mañana, en muy poco tiempo, su casa se llenó de gente tan feliz que Vito se contagió del ambiente ofreciéndoles a todos que se quedasen allí para continuar la fiesta de celebración, que duró tres intensos días.

Una semana más tarde, el juez, al que dicho sea de paso le jodieron las vacaciones, dictó sentencia. Cada vecino tuvo que indemnizar al pobre desdichado con el ochenta y siete coma tres por ciento de su premio por daños y perjuicios, morales, psicológicos y materiales ocasionados por la gran depresión que le causó que le restregasen su buena fortuna y, para mayor desfachatez, haciendo uso indebido de su vivienda.


Ahora, Vito vive en una isla del Océano Índico donde ni el cambio climático se atreve a llevarle la contraria por si las moscas. Y en su antiguo barrio, han colocado un cartel a la entrada que dice: Se busca gafe que compre lotería.

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