Se lo habían pedido por activa, por pasiva, de rodillas y de
pie, de frente, de perfil, con una pistola en la sien o mientras le practicaban
sexo oral… De todas las maneras posibles, en cualquiera de sus múltiples
combinaciones; y al fin, el año que Vito dejó de comprar lotería, el premio
gordo, ese que roza la obesidad más mórbida y, sin embargo, ningún médico
diagnostica como enfermedad, cayó de pleno en su barrio.
Todos los vecinos se sentían en deuda con él, y fueron uno
por uno a agradecer el gesto que todo buen gafe debe hacer al menos una vez en
su vida, que no es otro que el de no entrometerse en las ilusiones de los
demás. Aquella mañana, en muy poco tiempo, su casa se llenó de gente tan feliz
que Vito se contagió del ambiente ofreciéndoles a todos que se quedasen allí
para continuar la fiesta de celebración, que duró tres intensos días.
Una semana más tarde, el juez, al que dicho sea de paso le
jodieron las vacaciones, dictó sentencia. Cada vecino tuvo que indemnizar al
pobre desdichado con el ochenta y siete coma tres por ciento de su premio por
daños y perjuicios, morales, psicológicos y materiales ocasionados por la gran
depresión que le causó que le restregasen su buena fortuna y, para mayor
desfachatez, haciendo uso indebido de su vivienda.
Ahora, Vito vive en una isla del Océano Índico donde ni el
cambio climático se atreve a llevarle la contraria por si las moscas. Y en su
antiguo barrio, han colocado un cartel a la entrada que dice: Se busca gafe que
compre lotería.
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