A la
luz del mediodía, La Miseria, con sus guantes deshilachados y las orejas
escarchadas, donde el más afortunado tenía un cigarrillo reutilizado en la
boca, rondaba la puerta de la casa de un conocido señor cuando, al doblar de
las campanas, se puso toda en pie formando el pasillo por el que comenzaba a
salir La Riqueza, vestida para la ocasión con la cabeza gacha, aunque llena de
orgullo al haber lavado su conciencia en el platillo de la caridad. Por eso
depositaron en las manos de “los otros” algo de aire viciado y alguna mirada de
desprecio.
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